Spotify: el truco más viejo. Analizamos el cambio de política de la aplicación

Días antes de finiquitar el mes de abril, Spotify sacudió Internet con un anuncio: a partir del 1 de mayo su servicio de streaming continuaría siendo gratuito, pero con limitaciones. Desde el primero de mayo, las condiciones son éstas: diez horas de música al mes y cinco escuchas por canción. El que no esté de acuerdo, siempre puede pagar 9’99 euros al mes por una cuenta de Spotify Premium o 4,99 por una Unlimited. O abandonar sus bártulos, dejar listas y favoritos al margen, e intentarlo en Grooveshark, Musicuo o Volwave;ésta última, además, amortigua la caída ya que cuenta con un diseño sarcásticamente similar al del software sueco.

El de Spotify es el truco más viejo del marketing: primero ofrece un servicio gratuito, lo convierte en imprescindible para cada vez más gente y, entonces, cuando te pasa como con aquel estropajo, que ya no puedes vivir sin él, te aprieta por donde más duele. Esto es así y pasa por una sencilla razón: Spotify es una empresa. Era el paso natural después de empezar a enredarnos Melendis, Bautes o coches que hablan entre nuestras interesantísimas listas de reproducción.

Ésta es la explicación lógica. Como en todo, hay una versión oscura, intrincada y, por supuesto, llena de mala leche. En este caso, el paso a un servicio mucho más restringido y enfocado a poner el embudo para sacar afiliaciones tiene su explicación turbia en el eterno y oscuro deseo sueco de conseguir, por fin, aterrizar en Estados Unidos. Es de esperar que, para un sistema de streaming gratuito de la potencia de Spotify, siquiera pensar en poner un pie en un país en el que iTunes es el mayor distribuidor de música es complicado.

Elucubraciones aparte, lo que ahora cabe preguntarse aún más es adónde irán mis 4’99 o 9’99 euros mensuales. ¿Irán a financiar mejoras en el servicio, a preparar el desembarco americano o, simplemente, a patrocinar eventos como la Jornada Mundial de la Juventud y la visita del Papa a Madrid? Espera, quizá sirvan para pagar de manera justa y ecuánime a los músicos que escucharé sin parar cuando sea Unlimited. Quién sabe.

Que sí, que 4’99 euros no son nada. Un par de tercios en según qué bares, unos cafés. Y tener acceso (ojo, acceso, no tenerlo en propiedad) a un catálogo de más de diez millones de canciones por apenas cinco euros al mes suena bastante razonable. Entonces, ¿cuál es el problema? Quizá que Spotify se había convertido en el paradigma de lo gratis en Internet. Era algo utópico e idílico, un truco rompedor y descarado; ¡esto sólo se le podía ocurrir a unos suecos locos! Era el modelo más justo de explotación de la música en Internet, al que muchos se agarraban como a un clavo ardiendo. O tal vez sólo era la otra cara de la misma moneda. La forma de darle un guantazo en la cara a un sistema tradicionalmente tiránico con los últimos eslabones de la cadena.

El caso es que al final, ni ha sido tan rompedor, ni tan justo (que le pregunten a las bandas o discográficas indies), ni mucho menos la panacea. Probablemente sólo ha sido el disfraz del truco más viejo.

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