Los Punsetes – Una Montaña es una Montaña (Everlasting)

Los que aún no le hemos pillado el punto a las producciones tropicalistas de El Guincho, alias Pablo Díaz-Reixa (¿o era al revés?) empezamos a escuchar el nuevo disco de Los Punsetes con esa reticencia de quien teme que le vendan algo que habitualmente compra con sumo gusto bajo un envoltorio y con unos ingredientes diferentes. Del primero lo único que se nos ocurre escribir es que remoza, remonta y realza el particular universo de una banda que no necesita explicar en imágenes lo que plasma en canciones; y de los segundos, tan sólo unos breves apuntes que apuntamos hace unos meses para esta reseña.

Si siguen siendo una banda punk o no es una cuestión de espíritu más que de estética, y no parece que el productor canario haya restado demasiada actitud a un esqueleto sonoro que reblandece en parte sus músculos en pos de una nueva conciencia, dotando al grueso de los temas de mucho más empaque y de una evolución -maldita palabra- hasta ahora apenas apuntada. En el camino dejan perlas ensangrentadas (y nos sale esta frase porque «Tráfico de órganos de iglesia» huele a pop de los ochenta y en especial a algunos de los grandes momentos de Alaska y Dinarama) y huellas de su tránsito innato por el lado tormentoso de las relaciones sentimentales («Untitled» es el esquema perfecto de la anti canción de amor). La base rítmica gana en profundidad pero cuesta toparse con los potenciales hits de sus dos discos anteriores y con la rescura de unos temas que respiran inhalando guitarras más poderosas e intrincadas que nunca, y en eso el gran Manu ‘Antonna´ Sánchez, alma e ideólogo del grupo, tiene mucho que decir. Por algo ahora pule su escondida alma reivindicativa para lanzar puyas contra «Los tecnócratas» y, al cabo de unos minutos, casi desdecirse en la pasividad de «John Cage», que se recrea en un inmovilismo extensible al estatismo escénico de Ariadna, probablemente la cantante más peculiar del pop español actual.

El empuje post-punk en momentos en los que te juegas la existencia se hace necesario en «Un corte limpio», pero el objetivo de una banda tan singular no es otro que despistar, siempre dentro de un orden, de ahí que viren hacia el pop mestizo (a su manera, claro) en «Malas tierras» sin abandonar la habitual mala leche, siempre consecuencia del desencanto, de temazos como «Mis amigos», casi una extensión desde la otra acera de una de sus mejores canciones, con la voz anticipando algo tan básico como «ya no van a verme con mis amigos, se murieron el día en que dejaron de salir conmigo». Todo con la alegría de unos Dorian, por situarnos, pero con mucha más mala leche.

¿Cómo puede resultarnos tan seductora la propuesta de una banda que reivindica el suicidio sin tapujos («Paraíso»), que usa una lírica tan pesimista («Flora y fauna») o que a veces se queda en medio de ninguna parte con proclamas insulsas («Los glaciares»)? Muy sencillo. Ellos mismos nos dan la respuesta al afirmar que «al final siempre sale el sol, a no ser que estés muerto por dentro». Así de claro.

 

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