Nacho Vegas (Sala Hangar) Córdoba 22/10/22

No debe ser fácil para un artista de trayectoria ya dilatada como la de Nacho Vegas seleccionar, ni mucho menos dejar fuera, los temas que motivarán su presencia en los escenarios de medio país en la nueva gira que lo trae de regreso a la primera división de los cantautores –cójase el término con pinzas, como debe ser– o, a secas, de los escritores de canciones más prolíficos y únicos que ha dado la escena patria en las últimas décadas. La excusa para presentarse en la sala Hangar, donde desde su anuncio se convirtió en el hombre más deseado del año, era la plasmación escénica de un flamante disco titulado Mundos Inmóviles Derrumbándose, sin duda entre los mejores de una discografía que ya tiene entidad e importancia propia.

Una colección de temas entre confesionales, autobiográficos, embadurnados de implicación social y llenos de recovecos de sentimientos y sensaciones encontradas ante la inmensa capacidad de su autor para impresionar, sino con su voz (sigue siendo su punto débil, y es consciente de ello), con esas canciones río, totalmente narrativas y nada tendentes a la fugacidad con las que ha creado un mundo literario bien al margen de tendencias, trajes de temporada e incluso festivales masivos en los que con cuentagotas se han solicitado sus servicios. Al asturiano que se atreve a reivindicar el bable, su lengua materna, cantándola en estudio y en directo, le sienta como un guante el traje azulado que llena el centro del escenario sin aspavientos ni salidas de tono, ni siquiera al presentar a una banda cómplice y embebida del espíritu y el sentido de unas canciones enormes. Gigantescas, podría decirse.

Con la gesticulación mínima y apenas un osado acercamiento a pie de escenario para cantar y hacer cantar a los más acérrimos, parece no inmutarse ante la grandeza de piezas de primer nivel, como “Ramón In”, “El mundo en torno a ti” o la bellísima “El don de la ternura”, tal vez una de sus cumbres a la que los instrumentos limpios, respirando maravillosamente, dotan de una dimensión aún más profunda en vivo. Ahí están las guitarras y los tremendos coros, casi solistas en ocasiones, de la berlinesa Juliane Heinemann, de cuya discografía y currículo habría que hablar largo y tendido, contrapunteando los riffs solistas del gran Joseba Irazoki, un verdadero talento que pone las cosas en el sitio que les corresponde, con el soporte al bajo del además productor Hans Laguna –otro pez gordo de larga trayectoria y discos fascinante–, el colchón de teclados y piano de Ferrán Resines, y cómo no, la garantía del lugarteniente más veterano de Nachín, el señor Manu Molina, un batería sólido como una roca y discreto como una sombra.

Una banda que mejora y renombra el concepto de ensamblaje, porque no se le puede poner ni un solo pero a la lección de precisión, sinergia y entrega con la que engalanan cualquier entorno sonoro. En “Belart”, nada más empezar, ya ponen los pelos de punta, y no solo por la historia de suicidio que cuenta el jefe, pero en momentos más saltarines, si es que el término se puede aplicar a algo de lo que hacen, lo hacen tan bonito que con “Big Crunch”, por ejemplo, es el propio público quien lleva a las nubes el demoledor estribillo. No hay ni un solo altibajo ni una pega aislada que poner. “Esta noche nunca acaba”, “Detener el tiempo”, “Ciudad vampira”… y así, entre recitado y estrofa, entre tiempos muertos y espacios de proximidad, se mete dentro de sí mismo para honrar la memoria paterna por enésima vez con “El ángel Simón”, recuperar temas que no merecen ser pasados por alto como “Ser árbol” o relatarnos “Lo que comen las brujas”, que no es otra cosa que “leche, galletas y a ti, corazón”, sin que la dureza implícita a lo que cuenta impida que la sala entera sea juez y parte de tanto fatalismo. Y todos encantados, que quede claro.

En el capítulo de memorabilia ilustre, la imperdible “Cómo hacer crac” debía ser protagonista absoluta, bien secundada por “La pena o la nada”, la incursión en la breve e irregular historia creativa que lo unió a otro monstruo, Enrique Bunbury, y por supuesto por “La gran broma final”, la joya que justificaba por sí sola la escucha de La Zona Sucia. Solo por escuchar otra vez “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, definitivamente incorporada como preámbulo a la despedida, ya deberíamos darnos por privilegiados. Sobre todo para alguien que, como el arriba firmante, se enfrentaba a un directo de Nacho Vegas por primera vez. Increíble, sí, pero deslumbrante y mágico. Impresionado es poco, impresionante es bastante. Un concierto precioso, lleno de hechizo, lujo y decadencia a la vez. Este hombre es un grande, por si alguien aún no lo sabía, y aparte de que se comulgue más o menos con sus maneras, referentes y limitaciones vocales, corroborar la admiración y devoción que despierta entre propios y extraños es un hecho ciertamente asombroso. Y plenamente justificado.

Foto Nacho Vegas: J.J. Caballero

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